II. Los Espejos del Poder: La Paradoja de la Libertad Institucionalizada
Cuando el discurso de la libertad adopta la forma del poder que prometió abolir. Ensayo libertario sobre la paradoja del poder en Latinoamérica: cómo los movimientos que nacen para liberar terminan reproduciendo las estructuras que querían destruir.
Adrian Horno I.
11/7/20253 min leer


I. El reflejo traicionero
Todo poder comienza como una idea pura y termina como un edificio.
Y todo edificio, por noble que sea, pronto necesita muros, llaves y guardianes.
Así ocurre con los movimientos libertarios en Latinoamerica:
nacen del fuego de la indignación y la lucidez,
pero al institucionalizarse, ese fuego se convierte en protocolo.
La pasión se vuelve discurso, el ideal deviene reglamento.
El problema no está en la traición abierta, sino en la inercia del poder:
la tendencia natural de toda estructura a perpetuarse,
incluso cuando su fundamento era el rechazo a toda estructura.
II. La alquimia del control
El poder no se destruye: se transforma.
A veces adopta la forma del rey, otras la del burócrata,
y en tiempos modernos, la del “libertario” que predica la libertad desde un atril estatal.
El fenómeno es universal, pero en Latinoamérica adopta un sabor particular:
aquí, donde la historia ha sido un vaivén entre dictaduras y populismos,
la promesa de la libertad se traduce en la nostalgia de un orden imposible.
El político libertario dice querer “achicar el Estado”,
pero para lograrlo exige más Estado;
habla de “menos regulación”, pero desde un cargo regulador;
defiende la libertad económica mientras codifica la moral.
Es la vieja alquimia del control:
convertir la libertad en un nuevo dogma,
y la revolución en un nuevo ministerio.
III. El espejismo institucional
Los movimientos libertarios que se transforman en partidos creen domesticar el poder;
no advierten que es el poder quien los domestica a ellos.
En su intento por conquistar el Estado para desmantelarlo,
terminan siendo absorbidos por su lógica:
la lógica del cálculo, del clientelismo, de la transacción.
Y así, el ideal libertario —concebido para liberar al individuo—
se ve reducido a un eslogan electoral: “menos impuestos, más libertad”.
Pero esa consigna, despojada de profundidad moral,
ya no libera: vende.
El Estado, viejo animal político, ha aprendido a tolerar la retórica libertaria,
como quien deja rugir a un león al que ya le ha limado los colmillos.
IV. La psicología del poder libertario
El libertarismo político encierra una contradicción espiritual:
quiere destruir el poder mediante el poder.
Esa ilusión de control es, en el fondo, un acto de fe secular.
Cree que el Estado puede ser un instrumento neutral,
cuando en realidad el Estado no tiene manos: tiene garras.
El libertario que busca el poder “para liberar”
termina justificando su uso “temporal” del autoritarismo,
convencido de que el fin noble redime los medios coercitivos.
Pero la historia enseña que toda libertad impuesta se convierte en tiranía.
Y que la línea entre el revolucionario y el déspota
es tan delgada como la entre el predicador y el inquisidor.
V. Latinoamerica y la tentación del mesianismo
Ninguna región del mundo ama tanto al libertador como Latinoamérica.
Pero también ninguna región lo necesita tanto:
cada crisis busca su redentor.
El libertarismo, al ingresar a la arena política,
se ve arrastrado por esa pulsión mesiánica.
Se construyen líderes carismáticos, se invocan milagros económicos,
se promete “limpiar la corrupción” desde arriba,
como si el problema fuera el sistema y no la moral de quienes lo sostienen.
En ese espejo de esperanza, el ideal se deforma.
Y la palabra “libertad” —que en su origen fue un acto interior—
se convierte en promesa electoral de prosperidad inmediata.
Pero la libertad no se reparte: se asume.
Y ningún líder puede entregarla sin antes mutilarla.
VI. El costo moral de institucionalizar el ideal
Cuando una idea entra al Estado, muere su inocencia.
Porque el Estado no administra principios: administra recursos.
Y cada decisión exige concesión, cada ley implica coerción.
Por eso, la única manera coherente de reducir el Estado
no es conquistarlo, sino desertarlo moralmente:
retirarle legitimidad, no ocupar sus sillas.
La historia libertaria del continente será coherente
solo cuando sus líderes comprendan que gobernar y liberar
son verbos opuestos.
El libertarismo no necesita ministros: necesita individuos incorruptibles.
Y la verdadera revolución no será televisada ni juramentada,
sino vivida en silencio, como una renuncia interior al poder.
VII. Epílogo: el espejo roto
El poder es un espejo que deforma al que se mira en él.
Al principio refleja el rostro del idealista;
después, el del estratega;
y finalmente, el del administrador.
El libertarismo latinoamericano, si no aprende a mirar sin enamorarse de su reflejo,
acabará repitiendo la tragedia de todas las revoluciones:
convertirse en caricatura de sí mismo.
La libertad no necesita instituciones para existir.
Solo necesita hombres y mujeres que no la vendan,
aunque la historia entera les prometa poder a cambio.
“El poder no se combate ocupándolo, sino negándole culto.”


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