V. Por Qué la Democracia No es Sinónimo de Libertad

En Latinoamérica, la democracia ha sido elevada a dogma incuestionable. Este ensayo examina cómo el voto es una forma sofisticada de servidumbre y por qué la libertad exige más que urnas y mayorías.

SIGLO DE LA CONCIENCIA

Adrián Horno I.

11/17/20254 min leer

I. El altar de la mayoría

En los templos modernos ya no se reza a los dioses: se vota.
El acto de sufragar reemplazó a la misa dominical, y la urna se convirtió en una especie de relicario donde los pueblos depositan su fe en la salvación colectiva.
Pero, como toda religión que promete redención, la democracia latinoamericana ha caído en su propio misticismo: creer que la voluntad de muchos equivale a la libertad de todos.

Desde México hasta Chile, desde Buenos Aires hasta Bogotá, los gobernantes se presentan como “elegidos por el pueblo”, y ese mandato se invoca para justificar casi cualquier exceso.
La masa vota; el poder interpreta; el individuo obedece.
Así, la democracia termina por legitimar lo mismo que nació para combatir: la dominación.

II. Diálogo en la polis

— El pueblo ha hablado —dice el demócrata.
— ¿Y si el pueblo se equivoca? —responde el libertario.
— Entonces el pueblo volverá a hablar.
— Pero mientras tanto, ¿quién protege al individuo del eco de la multitud?

Este diálogo —tan antiguo como Atenas y tan actual como cualquier asamblea latinoamericana— resume la tensión esencial de nuestro tiempo:
La democracia asegura participación, pero no necesariamente libertad.
Otorga voz a todos, pero poder a pocos.
Su legitimidad depende del número, no del principio.

La historia de Latinoamérica lo confirma: los dictadores uniformados del siglo XX fueron reemplazados por dictaduras electas del siglo XXI.
Ya no se toma el poder por la fuerza, sino por consenso moral.
Y la mayoría, en nombre del bien común, aprueba su propia servidumbre.

III. De Rousseau a la tiranía electoral

Rousseau soñó con una voluntad general que expresara la razón colectiva.
El resultado, dos siglos después, fue el argumento más útil del totalitarismo: “si el pueblo lo decidió, debe ser justo”.
Esa falacia es hoy la piedra angular del estatismo democrático latinoamericano.
Las mayorías conceden al Estado la potestad de decidir cuántos impuestos pagar, qué puede enseñarse, qué sustancias consumir, a quién amar y hasta cómo pensar.

El problema no es la democracia, sino su metamorfosis moral: de mecanismo de control, pasó a ser ritual de obediencia.
Votar ya no limita el poder; lo reproduce.
Y lo hace con sonrisa de legitimidad.

IV. América Latina: urnas sin libertad

Las democracias latinoamericanas repiten una coreografía predecible: promesa, voto, desencanto.
Cada elección se presenta como redención final, cada nuevo gobierno como “refundación moral de la patria”.
Pero el ciclo no cambia porque el problema no es quién gobierna, sino cuánto gobierna.

· En Argentina, el sufragio eterno ha servido para consagrar un Estado ineficiente que ahoga a los mismos a quienes promete proteger.

· En Chile, el proceso constitucional demostró que las urnas pueden ser herramientas de coacción simbólica, no de deliberación racional.

· En México, la democracia se volvió populismo electoral: el voto funciona como carta de indulgencia para la concentración del poder.

· En Venezuela, incluso el voto opositor es parte del decorado: la tiranía aprendió a simular libertad con papeletas.

Lo que une a todos estos sistemas es la paradoja de que cuanto más se vota, menos se elige.
El ciudadano latinoamericano acude a las urnas con devoción y vuelve a casa con la misma sensación de impotencia: el cambio se reduce a los nombres, nunca al poder mismo.

V. La pedagogía de la obediencia

La democracia se enseña en las escuelas como si fuera una virtud, no un método.
Desde niños se nos repite que “la mayoría tiene la razón” y que “el voto es sagrado”.
Pero la libertad no puede depender de mayorías, porque la verdad no se somete a plebiscito.

En una sociedad libre, la votación debería limitar el poder; en una sociedad servil, lo santifica.
El voto sin límites morales termina siendo el derecho de muchos a decidir sobre la vida de los demás.
Por eso, toda democracia necesita su herejía: el individuo que recuerda que la justicia no se cuenta por manos alzadas, sino por principios respetados.

VI. La libertad como contrapeso

La democracia sin libertades civiles es teatro.
Y las libertades sin instituciones son anarquía.
La verdadera convivencia requiere que la voluntad popular encuentre un límite moral: la soberanía del individuo.

El liberalismo clásico lo entendió bien: el voto debe ser un freno, no un látigo.
Por eso, las constituciones más lúcidas no solo establecen el derecho a votar, sino también el derecho a resistir.
La república no se mide por la frecuencia de las elecciones, sino por la rareza de los abusos.

El objetivo del sistema no debe ser que todos gobiernen, sino que nadie pueda esclavizar a otro, ni siquiera con buena intención.

VII. Conclusión: el coraje de no delegar

La democracia latinoamericana, en su forma actual, ha sustituido la libertad por representación y la conciencia por obediencia.
El ciudadano deposita su poder en la urna y lo olvida allí, como quien entrega su alma al sacerdote esperando salvación.
Pero ningún voto puede redimir la cobardía de no pensar por cuenta propia.

El futuro de la libertad no se juega en las elecciones, sino en la mente de cada individuo que decide no delegar su soberanía interior.
Solo cuando la ciudadanía comprenda que el voto no es el fin de la responsabilidad, sino su comienzo, la democracia dejará de ser un dogma y volverá a ser un instrumento.

Y tal vez entonces, por primera vez en nuestra historia, el individuo latinoamericano descubra que la libertad no se vota: se ejerce.

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