XII. Censura Moral: Cuando la Virtud se Usa para Justificar la Coerción
La censura moderna no quema libros: cancela conciencias. Este diálogo libertario entre un censor y un libre pensador revela cómo la corrección moral se ha convertido en el nuevo instrumento del poder político y cultural.
SIGLO DE LA CONCIENCIA
Adrian Horno I.
12/4/20253 min leer


I. El escenario
Un salón sin ventanas.
En el centro, una mesa.
De un lado, El Censor, con una sonrisa paternal y un dossier de leyes bajo el brazo.
Del otro, El Libre Pensador, con un cuaderno y una pluma.
No se odian. Pero uno busca domesticar la mente del otro, convencido de que lo hace por su bien.
II. El Censor habla
“La libertad de expresión no puede ser absoluta.
Las palabras hieren, confunden, destruyen.
Debemos proteger a los débiles, a las minorías, al orden social.
No se trata de reprimir, sino de educar.
No prohibimos ideas: filtramos el odio, cuidamos la armonía.”
Mientras habla, el Censor cree en su bondad.
Ha aprendido que el control, cuando se disfraza de empatía, se vuelve aceptable.
Cree que la censura no es violencia, sino pedagogía del bien.
III. El Libre Pensador responde
“Toda idea prohibida es una verdad temida.
Si tus leyes protegen a la gente del pensamiento ajeno, ¿de quién los proteges realmente?
Las palabras no hieren tanto como el silencio forzado.
Cuando el Estado decide qué puede decirse, ya no tenemos ciudadanos: tenemos discípulos.”
El Libre Pensador no busca herir: busca comprender por qué el poder teme tanto a la voz ajena.
Sabe que la censura no necesita látigos; basta con el consenso moral.
El castigo ya no es la cárcel, sino la invisibilidad.
IV. El Censor replica
“No entiendes.
No censuramos: regulamos.
No prohibimos: priorizamos.
Hay discursos que fomentan el odio, que dividen a la sociedad.
¿Acaso no prefieres un mundo más justo, más respetuoso, más amable?”
El Censor cree representar a la mayoría.
Habla en nombre del amor, pero legisla con el miedo.
Su moral no busca justicia: busca pureza.
Y toda pureza exige víctimas.
V. El Libre Pensador observa
“La justicia no necesita unanimidad, sino libertad.
Si callas a un hombre por pensar distinto, no lo conviertes en mejor persona: lo conviertes en enemigo invisible.
Un pueblo que teme hablar no progresa: se pudre en silencio.
La historia lo demuestra: los moralistas siempre terminan construyendo las hogueras que luego lamentan.”
Sus palabras suenan serenas, pero son dinamita.
Porque la verdad tiene un ritmo que el poder no soporta: el de la duda.
VI. El Censor, con voz cansada
“No puedes negar que algunas ideas son peligrosas.”
El Libre Pensador sonríe.
“Sí. Pero las más peligrosas son las que nadie se atreve a cuestionar.”
Silencio.
El aire se espesa.
Por un instante, ambos entienden que hablan desde universos irreconciliables: uno teme el caos, el otro teme la obediencia.
VII. Epílogo: el nuevo tribunal
En el mundo moderno, la censura ya no se ejerce con decretos, sino con algoritmos.
Las hogueras se encienden en redes sociales y las inquisiciones se organizan en foros de virtud.
Nadie dice “prohibido”: simplemente te borran.
El censor ya no castiga: te desactiva.
Y el ciudadano, que antes luchaba por hablar, hoy pide permiso para opinar.
La censura moral no defiende a las víctimas: las fabrica.
Necesita de ellas para justificar su poder.
Porque sin ofendidos, no hay causa; sin causa, no hay control.
VIII. Conclusión: el silencio como victoria del tirano
La libertad no muere cuando se prohíben los libros, sino cuando el miedo nos convence de no escribirlos.
La censura del siglo XXI no necesita represión: se alimenta del consentimiento.
Y el ciudadano dócil —ese que aplaude cada ley que “protege”— es su mejor aliado.
El libertarismo, en cambio, defiende el derecho a decir lo que nadie quiere escuchar.
Porque sólo entre voces disonantes nace la verdad,
y sólo entre hombres libres puede existir moral verdadera.
“Prefiero una palabra peligrosa a un silencio virtuoso,”
dice el Libre Pensador, mientras se levanta de la mesa.
Y el Censor, en su fuero interno, sabe que tiene razón.


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